LAS PROPIEDADES DE UN REVÓLVERPor
Ignasi DuarteSu cadáver estaba lleno de mundo.
César Vallejo, España, aparta de mí este cáliz
Cuando decidí bautizar mis argumentos teatrales con el nombre de automáticos, y de ahí esa etiqueta de teatro automático -algo pomposa y, tal vez, susceptible de generar demasiadas expectativas-, fue exclusivamente porque la idea de automático me remitía al mecanismo de un revólver. Días después -proseguí con la analogía-, los atributos de un revólver me revelaron que tenían cierto parecido con aspectos íntimamente relacionadas con el teatro, como estaba tratando de redefinirlo desde hacía meses. El teatro entendido como un artefacto portátil, directo, espontáneo, eficaz, letal, intrigante, etc., poseía innegables similitudes con una máquina de matar.
"Mi padre me llevó una tarde al circo. Yo era pequeño e inocente, tendría unos cuatro años. Tras unos números de payasos y animales de los que ni me acuerdo, una muchacha joven subió con gran agilidad por una cuerda hasta un trapecio altísimo, yo me mojé los pantalones. Se balanceó en el aire, dio dos o tres volteretas y en una de ellas resbaló del trapecio y cayó al vacío atravesando la red. La gente gritó, ella quedó extendida en el suelo, manchando de sangre la arena. Durante mucho tiempo, en mi inocencia, creí que eso era el circo y también el teatro: cada noche una muchacha subía hasta el trapecio para precipitarse al vacío, siempre una distinta, siempre algo nuevo, irrepetible y peligroso".
Esta anécdota de George Tabori -reseñada en el prólogo de su libro Teatro es teatro es teatro- define a la perfección cómo concibo el teatro y ejemplifica el motivo por el cual he dedicado tantas horas de trabajo a la búsqueda de una mecánica escénica que posibilite la ejecución de lo que he definido como teatro automático. Un género que deseo inaugurar con una práctica específica que consiste, simplemente, en mantener una conversación en escena mediante unas pautas muy sencillas que permitan a los intérpretes elaborar, de manera espontánea y autónoma, su propio discurso dramático. Con la intención de que éste, como la trapecista de Tabori, se convierta en algo nuevo cada día, tornándose imprevisible. Un discurso articulado en el vacío y siempre amenazado de muerte, ante la atónita mirada del público.
El escenario representa una derrota. La derrota del individuo ante su incapacidad para controlar los acontecimientos, el devenir. La vida y la muerte.
Los intérpretes autónomos
El dispositivo teatral que debía idear para realizar una conversación en escena me obligaba, primero, a resolver algunas cuestiones estructurales: ¿cómo dirigir un diálogo que debía ser espontáneo?, y ¿cómo delimitarlo? y, lo más complejo, ¿cómo dotarlo de un contenido que le confiriera sentido? Concluí que el proyecto requería de unos intérpretes que contaran con un vasto bagaje cultural que les proporcionara un marco de referencia al que pudieran apelar para saber, en todo momento, qué decir o hacia dónde conducir la charla. Y los únicos, posiblemente, que conseguirían desempeñar ese papel con ciertas garantías eran los escritores. Éstos podían convertirse en verdaderos intérpretes autónomos: los primeros actores capaces de generar su propio texto en directo, prescindiendo del trabajo previo de cualquier dramaturgo.
Sólo precisaba dar con la clave con que sonsacarles todas las historias, situaciones, emociones que subyacen bajo el grueso de su obra literaria, y de cuantas otras hubiesen conformado su imaginario poético. Tal vez, las pautas que guiaran la conversación debían evocar ciertos pasajes de sus obras a partir de los cuales los autores pudiesen remembrar lo que les llevó a escribirlos. Un pretexto al que aferrarme para que escupieran las primeras declaraciones, reveladoras de la dimensión del drama sobre el que articularían el posterior relato oral.
Fue entonces cuando me vi a mí mismo como ese cómplice de correrías nocturnas capaz de clavar los dedos, sin miramientos, hasta el tragadero de quien sea para provocarle el vómito, aliviándole la indigestión. De forma expeditiva, visceral, directa, impulsiva..., del mismo modo como el bandido, en un acto reflejo, aprieta el gatillo: sin contemplaciones.
Respecto a las dudas estructurales del inicio, había resuelto quiénes podían ser los intérpretes idóneos, así como que fuese la obra de los mismos escritores la que delimitara el marco de la pieza teatral y la dotara, asimismo, de contenido. Quedaba por resolver cómo dirigiría la conversación y mediante qué pautas la organizaría.
Una vez que hube encontrado la manera de interpelar a los escritores -una mera coartada para hacerles hablar-, solventé las últimas incertidumbres acerca de cómo organizar la charla, así como el rol que yo desempeñaría sobre el escenario.
Ya podía exponer, pues, la mecánica germinal sobre la que se desarrollaría la primera aproximación al teatro automático, fundamentada, como anuncié, en el diálogo y que convine en titular Conversaciones ficticias.
Conversaciones ficticias: el escritor y su doble
La tentativa primera para abordar una praxis teatral automática se desarrolla en el contexto de una conversación en la cual participan dos intérpretes que desempeñan papeles bien distintos: uno dirige la conversación realizando preguntas, mientras que el otro -el escritor- las responde. Yo dirijo el interrogatorio formulando al escritor cuestiones que escribió para los personajes de sus obras; preguntas todas contenidas en sus libros. Así es como me transformo en una suerte de doppelgänger que, impávido, devuelve al escritor su imagen reflejada en cada una de las preguntas que le lanza. De este modo, el autor no sólo elaborará un discurso partiendo de su literatura, sino que respondiendo a las preguntas -confrontado consigo mismo- reescribirá su obra, refundándola en un nuevo relato escénico. El escritor deviene entonces actor de su propio drama: su ficción lo apresa y lo convierte en uno más de sus personajes. Y enmascarado goza de mayor libertad para responder a cuestiones, a menudo comprometedoras, que, tiempo atrás, dejó sin resolver, endosándoselas a sus personajes.
Conversaciones ficticias profundiza en un procedimiento dialéctico que acota la relación entre los conversadores, estrechando el cerco sobre el autor y su obra, y sirviéndose de ésta no para representarla, o adaptarla a escena, sino para obtener, repito, un nuevo relato a partir de la literatura, de sus restos. Un relato que ninguno de los dos intérpretes sabe hacia dónde va, cómo se desarrollará: los asuntos sobre los que tratará el diálogo surgirán de modo accidental. El autor los irá apuntando y yo, como interlocutor, adaptándome a ellos para realizar nuevas preguntas -sin un orden preestablecido- que harán avanzar la narración. Imposible ensayar, imposible simular, imposible fallar.
Un planteamiento que desvela la naturaleza intrínseca de Conversaciones ficticias como instrumento de creación en sí mismo.
El escritor-intérprete afronta el reto de descubrir por sí mismo -desorientado como está por haber sido arrojado a escena de improviso- cómo sobrevivir en un contexto inhóspito, inusual, terrorífico..., en donde, además, vive amenazado por su peor enemigo: él mismo. Presenciar ese acto de supervivencia es lo que confiere verdadero interés a su actuación, porque es auténtica: muestra una pérdida real en los confines del escenario. Y pone al descubierto la inocencia de unos intérpretes que no han sido amaestrados para fingir sentimientos que no les pertenecen.
ALBERTO LAISECA nació en Rosario en 1941. Operario de Entel y corrector en La Razón, ganador de la beca Guggenheim y del premio Konex de novela, y conductor del micro-programa Cuentos de Terror por I-Sat, lleva publicados casi dos decenas de libro. Es autor de Los Sorias, cuyas 1500 páginas fueron publicadas en 1999 con prólogo de Piglia. MATILDE SÁNCHEZ nació en Buenos Aires y es traductora literaria de inglés. En 1985 publicó su primer libro periodístico, Historias de vida, una biografía de Hebe de Bonafini. Escribió las novelas La ingratitud (1990), El Dock (1993), El desperdicio (2007) y Los daños materiales (2010). Es una destacada periodista cultural y trabaja desde hace años en el diario Clarín, de cuyo suplemento Cultura y Nación fue directora.
IGNASI DUARTE. (Barcelona, 1976) Abandona los estudios de Filosofía que cursaba en la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB). En 1996, funda el Museo Nacional de Arte Portátil (MNAP), junto con Dídac P. Lagarriga y Llorenç Bonet. Paralelamente, participa como artista visual en distintas exposiciones colectivas. A finales de 2003, inicia la relación profesional con el director de teatro Roger Bernat, con quien realizará los espectáculos
LA LA LA LA LA (2003-04),
Amnèsia de fuga (2004),
Tot és perfecte (2005) y
Rimuski (2006). Como dramaturgo también participa, junto con Juan Navarro, en la creación del espectáculo
Fiestas Populares (2005). En televisión, protagoniza la serie de ficción documental
Detectiu (Canal 33-TVC, 2007), donde colabora también en la elaboración del guión. En 2009 edita, junto con Roger Bernat, el libro
Querido público (Cendeac/ Fundación ICO). En 2012, estrena su primer largometraje,
Montemor, con el que obtiene una Mención Especial como Mejor Primer Film en el prestigioso festival FID Marseille, siendo además seleccionado en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, en el Festival Traces de Vies y en el Festival Internacional de Cine de Uruguay. Actualmente, trabaja en su segundo largometraje y prosigue con
Conversaciones ficticias, un proyecto que, jura, continuará hasta el final de sus días.